Por The New York Times | Michael T. Luongo
EN EL TRANSCURSO DE UN MES, ESTUVE COMPROMETIDO, CASADO Y VIUDO.
De inicio parecía romántico, ayudar a mi nuevo marido a cruzar el umbral de nuestro apartamento por primera vez desde que nos casamos.
En realidad, los paramédicos llevaban a Harry, con su frágil cuerpo atado a una silla de urgencias. Yo iba detrás de ellos a lo largo de los cuatro pisos de nuestro edificio, sujetando su botella de oxígeno, con los tubos de plástico que nos unían aquella tarde de abril.
Sería una de las últimas veces que vi a mi marido con vida. En el espacio de un mes, pasé por un compromiso, un matrimonio y la viudez con Harry, mi amigo y compañero de piso durante casi 25 años. Nuestra boda, igual de surrealista, tuvo lugar en el Hospital Lincoln del Bronx el día anterior, el Domingo de Pascua de 2022.
Harry, cuyo nombre de nacimiento era Wing-Ho Chow, mi reticente marido que quería mantener nuestro matrimonio en secreto, apenas había ejercido el privilegio conyugal, entregándose a mi cuidado a pesar de saber que yo volaba de vuelta ese mismo día a la Universidad de Purdue, donde era profesor y cursaba un doctorado. Los meses anteriores a su muerte fueron agotadores, pues iba y venía de Indiana a Nueva York todo el tiempo.
Puede que las bodas de hospital sean un tropo habitual en el cine y la televisión, pero son extremadamente raras. Solo una enfermera del piso de Harry recordaba haber presenciado una. Tan raras son, que la enfermera jefe me dijo que el hospital quería publicar un comunicado de prensa sobre nuestras nupcias, a lo que Harry se negó rotundamente.
Harry estuvo en muchos armarios. Me enteré de su condición de indocumentado cuando lo ayudé a salir de un apuro legal que implicaba facilitarle un número de seguridad social. Su respuesta fue de pánico: “Vámonos de aquí”. También ocultó su sexualidad, pidiéndome que no dijera a nadie de nuestro edificio de apartamentos de Washington Heights que yo era gay, porque, por asociación, sabrían que él lo era.
Para planificar nuestra boda en el hospital, me puse en o con un amigo sacerdote católico cuya iglesia ayuda a los indocumentados. Era un antiguo amante, lo que hacía aún más extraño que le pidiera el favor de casarnos a Harry y a mí. Con tantas circunstancias extrañas, como un apuesto enfermero de la planta de Harry sobre el que bromeábamos celosamente, a veces me sentía protagonista de alguna película pansexual de Pedro Almodóvar, llena de conexiones eróticas fuera de lo común.
El momento era un gran obstáculo. “Michael”, me dijo mi amigo, “puedes pedirme que te case cualquier día de la semana, pero no el Domingo de Pascua. El lunes tendré todo el tiempo del mundo”.
Pero Harry no disponía de todo el tiempo del mundo. “No creo lograrlo ”, dijo. “Tenemos que casarnos antes de Pascua”.
Busqué “Los mejores oficiantes de bodas de Nueva York” y solo una, Samantha Freire, mencionaba las bodas entre personas del mismo sexo. Cuando me puse en o con ella, me dijo que nunca había oficiado una boda en un hospital, pero enseguida aceptó.
El hospital proporcionó globos y burbujeante sidra de manzana, y yo añadí el toque pascual de conejitos de chocolate y dulces.
Lloré en mi boda. Sentí que mi madre estaba allí conmigo gracias a la tarjeta conmemorativa de su funeral que llevaba en el bolsillo. Ella había esperado que me casara como fuera, diciéndome en 2015, cuando se legalizó el matrimonio entre personas del mismo sexo: “Puedes casarte con un hombre o puedes casarte con una mujer. Ahora elige uno y sienta cabeza. Y dame nietos”.
¿Por qué Harry y yo nos casamos en circunstancias tan terribles? Nos lo habíamos planteado años antes, aunque nunca fuimos pareja en un sentido romántico. En el verano de 2021, a Harry le diagnosticaron cáncer de pulmón terminal en estadio 4. Esto ocurrió poco después de enterarme de que uno de mis amigos más antiguos tenía cáncer cerebral terminal, pocos meses después de la muerte de mi tío, cuyo nombre compartía, y ni siquiera un año después del fallecimiento de mi madre, la peor tristeza que he experimentado en mi vida.
Yo era un desastre de conmoción y luto que ahora se había convertido en el principal cuidador de Harry, semanas antes de mudarme a Indiana para hacer el doctorado.
La condición de indocumentado de Harry desempeñó un papel fundamental en el motivo por el que no se enteró antes de que tenía cáncer. Temeroso de que los médicos lo denunciaran por ser indocumentado, solo buscaba atención médica para las peores urgencias. Además, era pobre y no tenía seguro médico.
No es que no tuviera habilidades. Políglota de ascendencia china nacido en la India, dominaba desde niño el mandarín, el cantonés, el hindi, el urdu y el inglés, y más tarde añadió el español y el árabe. Podría haber sido intérprete de alto nivel, aunque estos idiomas le fueron útiles en su trabajo de camarero en un restaurante, donde estaba mal pagado y lo despedían a menudo, sobre todo cuando los jefes se preocupaban por las redadas de indocumentados.
Desde la pandemia, yo era quien principalmente nos mantenía con mis ingresos de escritor autónomo, lo que no era fácil.
Un problema con el que nos encontramos fue que, a pesar de que yo era el cuidador legal y apoderado médico de Harry, estábamos a merced del personal del hospital. La negativa de un hospital a respetar mi rol dejó claro lo endeble que era, pero si yo me convertía en su cónyuge, no podían negarse.
Desde el principio, Harry me confió su cuidado. Como hijo de abogado, nacido en Estados Unidos y de lengua materna inglesa, era en quien había confiado durante mucho tiempo para los embrollos legales y médicos. El día que supo que tenía cáncer, estaba en la cama del hospital, jugueteando con los calcetines que le habían dado, diciendo: “No entiendo nada de esto. Tú tienes que tomar las decisiones”.
A pesar de todo, la mayoría de la gente intentó ayudarnos. Nueva York era entonces un refugio para inmigrantes, independientemente de su situación. Una trabajadora social inscribió a Harry en el Medicaid de emergencia, que cubre a los inmigrantes indocumentados en determinadas circunstancias, ya que su cáncer cumplía los criterios. Un alivio increíble, aunque no lo cubriera todo.
Pero Harry, siempre preocupado, cambiaba de hospital a medida que se acumulaban las facturas de pruebas no cubiertas, aunque yo aceptara pagarlas. Lo que significaba que yo tenía que restablecer constantemente sus cuidados. Ansioso por las facturas y apenas capaz de respirar o andar, dejó de ir a consultas médicas durante unos meses. También contrajo COVID, lo que desencadenó una espiral de muerte.
Pocos días después de nuestra boda, lo volvieron a hospitalizar en Manhattan. Era evidente que su condición era muy frágil, necesitaba cuidados paliativos, que Medicaid de urgencia no cubría. La Iglesia Católica acudió al rescate de esta pareja gay, y él ingresó en el Hospital Calvary del Bronx.
“No podemos dejar que las monjas sepan que estamos casados”, dijo, moviendo la cabeza con preocupación sobre la almohada, con tubos brotando de la piel fina como el papel de sus brazos, negros y azules por los pinchazos de las agujas.
“Conozco personalmente al Papa, y no le importa que seas gay”, dije, una conclusión en la que confiaba tras haberme reunido varias veces con él por mi trabajo como periodista en Roma y Buenos Aires.
El semestre de primavera de Purdue terminó a principios de mayo, y conduje hacia el este durante 13 horas seguidas, llegando a casa a tiempo para despedirme de él en su lecho de muerte. Harry murió el domingo 15 de mayo por la mañana, cuatro semanas después de nuestra boda.
La muerte no puso fin a las indignidades kafkianas de casarse con un inmigrante ilegal. Éstas no procedían de la Iglesia, sino del gobierno. Tuve que documentar que él era indocumentado ante el gobierno federal, un trámite para asegurarme de que no reclamaba prestaciones por defunción. Me enteré por la funeraria de que Nueva York proporcionaba ayudas económicas de emergencia para entierros durante la pandemia. Sin embargo, me negaron el reembolso una y otra vez, ya que el gobierno usaba como pretexto diversas normativas que, paradójicamente, establecían que los beneficiarios indocumentados de Medicaid cumplían los requisitos.
Esta humillante negativa giraba en torno a la definición de residente, pues el Estado me dijo que ningún inmigrante indocumentado puede serlo. No importaba que Harry tuviera un contrato de alquiler, viviera en Nueva York desde hacía 33 años y que, como muchos inmigrantes indocumentados, declarara impuestos. Este callejón sin salida hizo que pareciera que el estatus de Harry era un lastre político en una atmósfera cada vez más antiinmigrante. A menudo pienso en las familias de estatus mixto de mi barrio, incluida una mujer cuyo hijo fue detenido por el Servicio de Control de Inmigración y Aduanas de los Estados Unidos, uno de los temores constantes de Harry.
Mientras agonizaba, vi cómo estos miedos se manifestaron a lo largo de su vida. Soy sociable por naturaleza y conversaba con sus médicos. Esto le molestaba, y me decía: “Solo diles lo que necesitan saber. Nada personal”.
Así fue como sorteó la vida durante más de tres décadas, manteniendo muchas cosas en secreto, desde su condición migratoria hasta su orientación. Debió ser agotador.
Al final, lo mató.
Harry es una de los millones de historias de estadounidenses indocumentados. Pero para mí no es una estadística. Era mi amigo, mi compañero de apartamento y mi marido, y no puede ser borrado.
En varias ocasiones, cuando iba a visitar a Harry al hospital, me decía: “¿Vas a escribir sobre mí?”. Era una persona reservada, así que no me imagino que quisiera que lo hiciera. Pero escribir sobre Harry es la mejor forma de asegurarme de que no pasará al olvido. Al menos en este aspecto, ahora es documentado.
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